#ElPerúQueQueremos

Mi vida con Nerea

Publicado: 2018-03-06

Su corazón había marcado 75 latidos por minuto. Luego subió a 90 y después a 132. Era lo que normalmente marcaba cuando trotaba y se encontraba en estado de esfuerzo medio, sin agitación. Sin embargo él no estaba trotando. No hacia ningún ejercicio físico en ese momento. Se encontraba sentado en su sillón donde solía leer, o descansar mientras dejaba que el tiempo avance sin sentido alguno. Al mismo tiempo que su corazón latía con cierta vehemencia, su cabeza producía un leve dolor y una sensación de pesadez como si de pronto su tamaño o su masa se hubiesen incrementado de un momento a otro, haciendo que su cuerpo tenga menos capacidad para sobrellevarla sin dificultad.  

En ese momento pensaba en su hija. En como el tiempo había pasado sin que casi lo notara, convirtiéndola en una niña perspicaz, respondona y alegre, todo esto cuando en su memoria aún estaba fresco el día que había nacido y cómo transcurrieron sus primeros meses de vida, cuando día a día aprendía a acoplarse al mundo que la había acogido. No era una sensación agradable. Aunque tampoco le resultaba desalentadora. Era un estado de suspensión que al mismo tiempo lo sobre exaltaba, pero que lejos de excitarlo provocaban en él algo parecido a un sentimiento de resignación. Sentimiento que pocas veces había experimentado, y que sin embargo, parecía recordar muy bien como para no alarmarse.

Encendió un cigarrillo sabiendo de los riesgos que ello suponía en ese estado. Exhaló profundamente una bocanada de humo hasta lo más hondo de sus pulmones y continuó quieto en su sillón. El rostro de su hija permanecía fijo en su mente, casi como si estuviera delante de sí. Lo miraba, lo exploraba con paciencia, procurando notar el momento en que ese rostro de bebe había trasmutado en aquel rostro de niña con gesto picaresco, que era capaz de enfrentársele cuantas veces hiciera falta para captar su atención, hasta subyugarlo completamente. En esas ocasiones, él se entregaba por completo, sin resistencia alguna hasta que ella lograba su propósito. Casi siempre el juego consistía en dejar que ella lo dominara para que él termine por conducirla al lugar que requería llegar. No era fácil, dado que él tampoco era de aquellas personas que se entregaran completamente sin dar batalla cuando se sentía acechado. Pero así era el juego. Y ambos sabían que la única regla era tener claro que su amor era incondicional.

- Duérmete. Mañana tienes que ir al colegio. Te costará despertar.

- Papi, yo soy como tú. Siempre me despierto. Y siempre llego a tiempo. Aunque me cueste.

- Si, pero es hora que duermas. Todos necesitamos descansar la cabeza. Sino se nos quema.

- Papi, no exageres.

Cuando cerraba los ojos ingresaba en un sueño profundo casi de inmediato. Muchas veces se levantaba a media noche y se ponía a hablar con sus amigos o amigas del colegio. Otras veces me hablaba a mí y me contaba lo que había hecho. O me relataba algún suceso que había llamado su atención de manera especial durante el día. Hubo ocasiones en las que ambos nos despertábamos casi al mismo tiempo y conversábamos desarticuladamente de cualquier cosa sin darnos cuenta. Esas ocasiones terminaban casi siempre con risas cuando verdaderamente nos despertábamos. Y luego volvíamos nuevamente a la cama a dormir. En esas ocasiones la complicidad era mayor a nuestra falta de sueño al día siguiente. Y aunque no recordábamos lo que habíamos hablado, nos reíamos a grandes carcajadas cuando volvía a nuestra memoria esos sucesos.

Mientras fumaba su último cigarrillo pensaba en todas esas cosas que había pasado junto a su pequeña chica. Así la llamaba. No sentía nostalgia. Tampoco tristeza. En realidad no sentía nada en especial. Solo sentía que su corazón latía cada vez más rápido. Y veía como la noche se iba transformando en un silencio sepulcral.

- Papi, ¿por qué nos levantamos en la noche a conversar?

- No lo sé hija. Pero te voy a decir un secreto: Caminar en la oscuridad implica un ejercicio notable de tolerancia con uno mismo. Con nuestra propia incapacidad, con nuestros propios límites. Pero cuando uno le toma el pulso resulta algo especial para aprender a caminar sin temor.

- Ella lo miró fijamente queriendo descubrir algo interesante en lo que su padre le había dicho esa noche. Pero por más que lo intentó no pudo. Solo sonrió mirándolo con una cierta ternura. Y se volvió a su costado para dormir.

El cigarro se había extinguido. Pronto los pájaros volverían a cantar sin descanso. Primero con una melodía suave y hasta armónica. Y luego insistentemente. Haciendo ruido. Bajó donde tenía estacionado su auto, lo encendió y se puso a manejar. El tanque de gasolina estaba casi lleno. Manejó en silencio por las calles aún desoladas esperando a que por fin amanezca. No tuvo un rumbo fijo, solo manejó hasta que por fin el sol aclaró y supo que era hora de volver a casa. Aunque no recordaba qué camino debía tomar para llegar antes que la movilidad se lleve a su hija una vez más, como todos los días, a su colegio.


Escrito por

Carlo Mario Velarde

Filósofo, interesado en temas públicos y en la exploración de la subjetividad.


Publicado en

Alondras

Relatos, anécdotas, y cosas sin importancia...